Hasta vampiros nos volvimos
-Soy muy feliz por haber servido para algo. ¡Oh, Dios¡ -exclamó de pronto incorporándose penosamente, para señalarme-. Solo por esto merece la pena morir. ¡Vean, vean¡
Bram Stoker
Pues así empezaron las cosas. Todo como siempre por el hambre. Nosotros caminábamos de día y de noche, y nos parábamos hasta que el cansancio nos vencía. No queríamos que a mi general se le metiera la cosa de irnos a buscar y colgarnos por traidores. Y fue entonces, una mañana, cuando vimos a los zopilotes volando en círculos, a lo lejos, entre los huisaches, bajo un sol coronado por un aro de calor que iba subiendo con lentitud sobre el cielo de un azul muy despintado. Nuestros cabellos brillaban de sudor y teníamos la boca cubierta de espuma, las caras todas empolvadas, con grietas.
Era mayo y nosotros habíamos decidido desertar. No habíamos sido los primeros, o eso habíamos pensado al principio; muchos, como nosotros, al ver caer a sus compañeros enfermos de diarreas, fiebres de cuarenta y cinco y vómito negro, y más que nada, no verle fin a ese camino, habían esperado a la mañana para salir corriendo rumbo a las montañas.
Porque nuestras marchas eso sí, eran siempre de noche. De comer no quedaba más que alguna ardilla, una hierba y todos, aunque no había quedado así como que mucho en nuestras casas, empezamos a extrañar. A esos hay que dejarlos que se mueran solos, decía mi general Torres; para qué gastar balas con traidores y maricas.
Al acercarnos a los huisaches tuvimos miedo de que fuera uno de nosotros a quien le estuvieran bailando esas aves apestosas. Pero ahí estaba el presentimiento, como un augurio muy negro, como un castigo y sí, así era, los cuerpos de Poncho Jiménez y Genaro Encizo tiesos como de pasta, mostrando sus dientes amarillos llenos de risa. Ahí estaban, los dos completitos pero bien tiesos, y lo más raro es que los zopilotes a la vuelta y vuelta y no bajaban a comérselos. No te acerques, me dijo Pancho; si estos bichos no se los quieren comer es que deben estar infectados de algo. Pero yo que me le acerco y les miro ahí, en el cuello dos agujeros. Un animal grande, eso es seguro, dijo Pancho; un animal que solo quería la sangre. Pero lo que más me impresionó fueron sus ojos, no parecían de muerto, sino de vivo, y traté de cerrárselos para que no se los comiera el sol, para que no los deslumbrara tanto, pero no se dejaron. Déjalos que ya están muerto me gritó Pancho.
Déjame, le contesté; que me dan mucha pena. Y después que se me ocurre rezarles algo, digo, si no los íbamos a enterrar pues aunque sea rezarles algo y al empezar con el Salve, pues pareció que se movían los muertitos y ahí sí mejor nos fuimos corriendo, sintiendo escalofríos y sin dejarles las cruces que pensaba ponerles en el pecho.
Una noche, después de que nos despertó el general como todas las noches, antes de emprender la marcha, al formarnos para el dizque rancho, nos habíamos dado cuenta que de los cuarenta y siete que éramos, solo quedábamos cuarenta y cinco. El Rata e Ismael habían huido. Después desaparecieron el bizco y Leodegario, y así, poco a poco, siempre de dos en dos huían para el monte. Y mi general con la misma cantaleta: ni para qué buscarlos, que se mueran solitos. Ah, mi general Torres y mi teniente, ellos parecía que no pasaban hambre, ni ojerosos ni nada, bien rellenitos igual que los dos cabos que eran como sus sombras, siempre juntito a ellos y bien prietos.
Seguimos el camino y al poco rato, antes de oscurecer, ahí estaba otro círculo de zopilotes que tampoco bajaban; otra congoja, otra premonición de que seríamos los que seguían. Los cuerpos del Rata y Leodegario estaban igual que el del Poncho y Genaro, con los puros agujeros en el cuello y todo lo demás como si nada más estuvieran durmiendo, y le pregunté al Pancho: ¿de dónde tan cristianas estas bestias que hasta respetan las posturas? Y nos miramos como no queriendo que una idea muy enredosa se nos metiera en la cabeza.
Mi general Torres, el teniente y los dos cabos nos habían levantado en la hacienda de San Felipe, allá en el último pozo de agua que se podía tomar con cierta decencia. Y nos habían convencido a los cuarenta y tres, alrededor de una fogata, con que nos íbamos a hacer ricos además de servir a la patria y a Dios, que ellos eran los únicos sobrevivientes del batallón más valiente de la Cristiada, y que nos estaban dando la oportunidad de pertenecer a él. No tardaron en convencernos, y por qué iban a tardar, si solo había agua en ese pinche pueblo.
Y ahí salimos después de despedirnos de nuestras mujeres y nuestros escuincles, que de tan pobres y desesperanzados y huesudos no sabíamos si estaban vivos o muertos, y salimos con nuestros machetes bien afilados, eso sí, nuestra cantimplora llena de agua, una botella de aguardiente y nuestra cecina que no nos duró ni la primera semana. Luego comenzaron las penurias, las quejas y las huidas. Cuando nos decidimos nosotros, ya quedábamos en el batallón solo veintidós.
Después de encontrar los cuerpos del Rata y Leodegario encontramos el del negro, el de Herculano, el de Lupe y así, sin querernos dar cuenta nos fuimos fijando que los cuerpos de nuestros amigos iban marcando el mismo camino de regreso que habíamos tomado de ida, que por ahí habíamos ido pasando, y pues eso era muy raro porque si habían huido cómo habían regresado al mismo lugar a morirse, y así, completitos, bien tranquilos que hasta ganas nos daban de ser ellos. Y se nos hizo muy raro, y esa idea se nos quiso volver a meter en la cabeza. Pero entonces me dijo el Pancho: ni lo malicies, que esos en los que estás pensando solo andan de noche y mi general y el teniente y los cabos pues andan en el día con nosotros y duermen con nosotros. ¿Seguro?, le pregunté nada más para seguir maliciando. Y se nos empezó a poner la carne de gallina.
Una víbora, una rata, lo que fuera que alguien cazaba se repartía entre todos, solo mi general Torres, el teniente y los dos cabos no comían, se sacrificaban por nosotros. Y yo me preguntaba pues qué pasaba con ellos, que si no estaban vivos como nosotros, si eran ánimas o ángeles para aguantar. Pues es el general, me contestaba el bizco y yo le respondía y qué tiene eso, los generales también tragan y cagan. Pero ellos no, como si fueran de esos héroes de los libros, de esas estatuas que se ven bien grandotas siempre en las plazas.
A mí se me hacía al principio, cuando andábamos con mi general, que un animal nos venía siguiendo, como que bien que sabía que cuando algunos se iban, era el momento de clavarles el diente, decía Pancho. Y yo le contestaba que sí, que no había otra explicación.
Porque la otra idea pues ni pensarla. Pero después, cuando empezamos a atar cabos ya no queríamos dormir ni de día ni de noche y no soltábamos las cruces que nos hicimos con pedazos de madera. Y empezamos a convertirnos en una especie de almas en pena. Como siempre hemos sido, me decía el Pancho. Y yo asentía nada más, así, sin hablar, porque la verdad pues nada más habíamos venido a este pinche mundo a sufrir y a parir y a seguir sufriendo. Así habían sido nuestros padres y nuestros abuelos, y nuestras esposas y nuestros hijos allí siempre, esperando que llegáramos con harta comida y juguetes y ropa, y siempre esperando porque siempre llegábamos con las manos vacías. Por eso a Dios le habíamos dejado de rezar, y a la Virgen y a los santos. Y un día el cura agarró sus maletas y se perdió en la tristeza, montado en su bicicleta con todo y el copón y las ostias. Ya no creíamos en nada que no fuera lo que nuestras manos tocaban y nuestros ojos veían. Ya nada de gente que nos viniera a convencer de hacernos para acá o para allá. Por eso me había sorprendido tanto que hubiéramos aceptado tan rápido el irnos con ese batallón de mi general Torres.
Pero, después de todo, pues qué podíamos perder que ya no hubiéramos perdido. Y como solo Dios sabe por qué hace las cosas, no nos dimos cuenta o no nos acordamos que en el desierto, y en general en la vida, es bien fácil dar vueltas y vueltas en el mismo lugar. Y pues sí, una noche en que la luna alumbraba más que el sol, nos los volvimos a encontrar. Eran una bola de gente: mi general Torres, el teniente, los dos cabos y otros, muchos otros amigos sonriendo, que no sabía yo cómo habían vuelto a caminar. Y se nos quedaron mirando largo rato. Y nosotros también, largo rato, algo muy raro, como con ganas de irlos a abrazar, a decirles que cuánto tiempo sin verlos, que ya los extrañábamos.
Y ahí estaban también mis tres hijos, y mi Soledad, mi mamá grande y mi tío Anselmo. Y nos fuimos acercando, poco a poco, hasta que quedamos oliéndonos las axilas, y cerré los ojos, y cuando los abrí pues aquí estaba, viendo el sol de frente cuando es de día y a la luna de frente cuando es de noche y cuando hay luna, sin poder cerrar los ojos, pero también sin ganas de cerrarlos, sin hambre, sin sed, sin ganas mas que de estar aquí tirado, mirando y mirando a los zopilotes como un gran círculo de plumas, sin esperar ya nada, pero recordando tanta cosa.
MARIO HEREDIA
*Del libro no publicado “De amores y de Monstruos”. Premio Nacional de Cuento Agustín Yánez 2006.
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