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LETICIA GÓMEZ IBARRA

CENTRAL PARK

“La destrucción puede darnos consuelo: de que no podemos escapar al destino, ni con grandes obras ni en lugares sagrados.”
Clive Wilmer

Un niño no puede estar quieto, un niño no deja de pasar frente a mí. Se levanta del asiento, sale de la sala y a los pocos minutos vuelve a entrar. Tengo que mover mis pies cada vez que pasa y eso me distrae de la lectura. Miro a la madre y ella se percata. Se acerca al niño y algo le dice. El niño me mira muy serio, como si fuera un adulto y sale y ya no regresa.

Entonces ella es quien empieza a distraerme, voltea hacia la puerta a cada momento. Pero el niño no regresa. Un claxon y un rechinido de llantas me erizan la piel. Después de unos minutos un hombre entra y ella, la madre, se levanta. Y todos sabemos que algo terrible acaba de suceder.

Era un hombre viejo enamorado de un muchacho. Vivía en una pequeña ciudad muy hermosa, a la que le cruzaba un río y a la que cubría, a veces, la niebla. Este hombre viejo solo había estado cinco años fuera de la ciudad, estudiando para no ser nada. Luego regresó y se dedicó a dar clases de literatura. Era muy querido por la comunidad, tenía gran facilidad de palabra y un corazón muy grande, comentaban los padres de sus alumnos.

La madre sale de la sala seguida por todos. El poeta aún mantiene el dedo entre las páginas donde se detuvo su lectura. Se escucha una ambulancia y la cara del director que nos espera en la entrada nos deja todo claro. Lo saludo con la cabeza, él también lo hace, nos conocemos desde hace mucho tiempo, no decimos una palabra. La madre se precipita hacia la puerta, pero la detienen. Hay un “no” interminable, que sé que nunca se borrará de mi cabeza, un “no” que corta más que un cuchillo. Ha comenzado a llover.

Vivía solo, en una casa que le habían heredado sus padres, una casa grande y vieja, sobre la Oriente 4. La casa estaba llena de cuadros de santos y naturalezas muertas, de vajillas de porcelana, copas y tapetes persas, lámparas, un piano de cola y una gran biblioteca. Se dedicaba a escribir una novela y algunos poemas de amor. También pintaba y bebía ron. En las noches, cuando llegaba a descansar después de dar su última clase, se recostaba en aquel sillón estilo inglés, un poco vencido, y leía mientras le daba sorbitos a su vaso de ron con
coca cola. Una tarde tocaron a la puerta. Era un muchacho hermoso. No tarda en escucharse el ruido de la sirena. Los socorristas se acercan al pequeño cuerpo. Su madre también. Un hombre recargado en un coche llora. La madre se hinca, los socorristas se agachan, revisan el cuerpo y lo cubren con una manta blanca. La madre grita
y se desploma. Tres mujeres húmedas se acercan a levantarla, ella no quiere soltar ese cuerpo cubierto con una sábana blanca. Por fin logran separarla y arrecia la lluvia.

Necesito trabajo, dijo el muchacho hermoso. El hombre viejo lo dejó pasar. El muchacho arregló el flotador del baño, también cambió varios focos y destapó el fregadero. El hombre viejo lo miraba hacer sin parpadear. Miraba aquellos músculos y el perfil perfecto de su rostro. El muchacho regresó a los dos días en una camioneta, bajó seis botes de pintura y tocó. El hombre le abrió sonriente y el muchacho metió toda aquella pintura a la casa.

Después de terminar de pintar se quedó a vivir con él. La ambulancia arranca lentamente, en silencio, la gente se hace a un lado y la mujer regresa a la puerta donde esperamos quienes estábamos en la lectura. Pasa junto a mí rodeada de un gran murmullo, de muchos rostros. Apesta a sudor. Nos miramos un segundo. Ella lo sabe y yo también. No hay odio ni culpa en las miradas, ni siquiera asombro, es como una afirmación de lo que es el destino.

El muchacho hermoso se llamaba Braulio, el viejo se llamaba Alberto. Todas las tardes Braulio salía a entrenar a un gimnasio porque quería convertirse en un boxeador famoso.

Alberto se quedaba en la casa escribiendo, porque le gustaba. Después preparaba la cena.  Todas las noches encendían dos candelabros llenos de velas y brindaban con unas copas muy finas que Alberto había heredado. Eran verdes y al chocar creaban un hermoso tintineo también verde. En la sobremesa Alberto leía algunos pasajes de su novela y Braulio lo escuchaba atento, en silencio. Luego se dormían en la misma cama, desnudos.

Me despido de algunas personas, hablamos brevemente sobre el destino. La madre está sentada al fondo, rodeada de gente, la cabeza descansa sobre su pecho y me recuerda a una virgen de mármol. Pienso en acercarme, pero decido abrir el paraguas y salir a la lluvia. Subo a mi carro, tengo frío y el auto está tibio, el auto aún huele a nuevo.

La primera pelea fue en el mismo gimnasio donde Braulio entrenaba. Alberto fue a verlo, el muchacho estaba hermoso con su pantaloncillo negro. Era muy alto, blanco y de brazos muy largos y fuertes. No le costó trabajo mandar al contrincante a la lona. Esa noche Alberto y Braulio cenaron fuera, en un restaurante donde los meseros andaban de corbata y caras malhumoradas. Alberto sonreía mientras Braulio le explicaba la técnica que había utilizado. Regresaron caminando a su casa, un poco borrachos, la noche estaba estrellada y un viento frío los hacía abrazarse.

Enciendo la luz y me cambio los zapatos. Desde la ventana miro la lluvia que arrecia. El viento aumenta, los árboles se recuestan y los vidrios vibran. Me sirvo una copa y enciendo un cigarro sentado frente a la ventana. El jardín es algo hermoso cuando llueve, el jardín tras los vidrios es parte de la estancia y el cuerpo del niño está en el centro, como flotando, y la mujer aparece, como flotando. Y pareciera ser mi madre que me tiene cargado en su
regazo, como La Piedad de Miguel Ángel.

Un año después Alberto acompañó a Braulio a la central de autobuses, había ganado todas las peleas en la región y ahora iba a la capital a pelear. Era su oportunidad. Alberto se despidió y luego caminó hacia su casa. Hacía frío y la niebla empezaba a cubrirlo todo. A los dos días lo miró en el periódico, hermoso y con el puño en alto. Sonrió. Sabía que no iba a volver. Su novela avanzaba lentamente, entraban nuevos muchachos a sus clases, luego se iban y llegaban otros. De vez en cuando recibía llamadas de Braulio donde le contaba lo feliz que era, lo famoso. Y él suspiraba.

Ha pasado una semana del accidente, recibo una llamada del director del instituto, me dice que me han dejado un sobre. No me extraña, muchas veces algunos alumnos me dejan sus trabajos para que los lea. Pasa otra semana y nuevamente es el director quien me pregunta cuándo pasaré por el sobre, porque la persona que lo dejó ha hablado varias veces.

Esa tarde voy, me lo entrega la secretaria. Me siento en una silla y lo abro. Es la foto del niño muerto con un número telefónico anotado en una esquina, nada más. Volteo a ver a la mujer que sé que me ha estado observando, pero inmediatamente agacha la cabeza. Alberto recibió una carta con la foto de Braulio y su familia en Central Park. Él, su esposa y sus dos hijos con gorras idénticas, amarillas, y una carta muy breve donde le contaba que pelearía en el Madison Square Garden, y que pronto iría a verlo. Alberto ya no caminaba bien, hacía un año que se había jubilado y su novela seguía inconclusa. Se miró en el espejo e hizo una mueca. Limpió un poco la casa y fue a comprar una botella de vino y algunas carnes frías. Con mucho esfuerzo puso la mesa, encendió los candelabros y esperó. Las velas se consumieron, guardó el vino y las carnes frías en el refrigerador y se fue a dormir. Así sucedió muchas veces a los largo de los años.

La mujer es muy hermosa, con ese pelo rubio tan brillante y sus ojos pequeños y azules. Me indica que pase y cierra la puerta. El departamento tiene un ligero aroma a madera y cerezas, es muy elegante, se encuentra en el piso veintidós y por la ventana puedo ver Central Park. Me ofrece un té y acepto. Bebemos el té en silencio, luego ella me habla de su marido que es un pianista de renombre, de su hijo el mayor que estudia para piloto y de su
hijo menor que ha muerto atropellado y que quería ser escritor. Le pregunto el porqué de esta invitación. Ella dice que porque hay una conexión entre el niño y yo, y que quería solamente conocerme y decirme que no me sintiera culpable, que todo ya estaba decidido desde antes. Yo le digo que guardaré la foto de su hijo y que rezaré por él. No hace falta, me dice. Nos abrazamos con cierto recelo, con un cierto miedo de saber que no volveremos a vernos.

La puerta. Alberto se puso su bata y caminó por el pasillo lo más rápido que pudo. Van, gritó, ya van. Abrió, era él. Se miraron y midieron los estragos del tiempo, después se abrazaron muy fuerte. Todo fue un fracaso, dijo Braulio, no tengo nada. Alberto sonrió y quiso recordar la primera vez que vio a Braulio ahí, en el mismo lugar, un muchacho hermoso. Todo esto es tuyo, dijo tratando de sonar esperanzador, y aun no termino la novela. Alberto preparó la cena, encendió las velas y cenaron contentos, después leyó una

parte del capítulo cuarenta y siete. Braulio lo escuchaba atento y en silencio. Y durmieron juntos por muchos años hasta que uno de los dos murió. Sobre el escritorio hay un marco muy hermoso donde está la foto de Abraham. A diario, cuando me pongo a escribir lo veo y pienso que sí, que quizá teníamos muchas cosas en común, que quizá él comprendió todo desde antes, que quizá me pidió algo que puede sonar terrible, pero que era decisivo, o quizá solamente me utilizó para que hubiera un por qué en su destino y en el mío, no sé, así sucede siempre, algo nos une a los hombres y algo nos separa, nada más.

MARIO HEREDIA

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