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LETICIA GÓMEZ IBARRA

Javier Hernández Larrañaga​

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“ANTES DE QUE SE ME OLVIDE”:
DE LUGARES EXTINTOS QUE ME DEJARON HUELLA
“EL PROFUNDO” (UN PASEO Y UNA CANTINA), JUNTO A LA BASÍLICA DE ZAPOPAN…


Primero conocí al paseo, que era algo así como la puerta zapopana al bosque de los Colomos, de hecho, yo creo que alguna vez fue parte de los Colomos, aunque dividido por el cauce del arroyo de Atemajac que nacía en las cuevitas de jal (situadas en la actual Lomas del Valle) a donde llegamos a ir a tomar agua de los veneros. Sucedió en mi despertar juvenil a punto de cumplir los 14 años y fue en ocasión de que un compañero de la secundaria que terminábamos me invitó a un paseo de jóvenes de ambos sexos que organizaba un sacerdote en esa zona. Se ingresaba por el lado de la Huerta Chica de la Basílica por lo que luego sería lo que conocemos ahora como calle Eva Briseño. El lugar era como un bosquecillo paradisíaco entre veneros y nacimientos de agua, el que se disfrutaba en medio de cantos acompañados creo que, de guitarras y acordeón, fue una experiencia inolvidable
para mí que a la fecha recuerdo con gusto.

Algunos años después ya yo en la Escuela Vocacional del Instituto Tecnológico, en ocasión de las lides políticas universitarias nos reuníamos en la casa de Enrique Alfaro Sr. por el rumbo de la Seattle, donde luego de organizar planillas, estrategias electorales y travesuras estudiantiles, en alguna ocasión no faltó el ocurrente que propuso, “de aquí a El Profundo”. Creo que no terminaba la frase cuando ya los que sabían por dónde, encabezaban aquel pelotón de inexpertos aventureros rumbo a aquella cantinucha.

Yo por supuesto que ni dinero traía (bueno, nunca traía) pero la emoción de conocer aquel famoso tugurio -verdadero antro, no como los de ahora- pudo más que cualquier otra consideración. A paso veloz pasamos por un lado de la basílica y de repente nos encontramos con la puerta que separaba las buenas de las malas intenciones, los más avezados cruzaron primero la entrada y cuando tocó mi turno, descubrí de pronto que el nombrecito de la cantina no era tanto por el bosquecillo vecino, sino que por una muy empinada y descuidada escalera se bajaban muchos metros hasta el corazón de la taberna, esa escalera atestiguó mientras yo la bajaba despacio y con cuidado, de mi llegada a una adolescencia sin adjetivos, de pronto estábamos todos en medio de música en vivo, de rockola y de rotundas ficheras bailadoras, sin faltar por supuesto algunos parroquianos de apariencia patibularia.

Así fue -escalera de por medio- mi encuentro con el extremo opuesto a lo que una vez había conocido como un angelical y no muy lejano bosquecillo, sede de reunión de jóvenes alegres y educados. Pasó el tiempo y avancé en mi camino tomando buenas y malas decisiones (eso es lo que hacemos en esta aventura que es la vida) luego, por motivos profesionales, hube de irme a vivir a la Ciudad de México por poco más de diez años, de manera que cuando regresé, habían sucedido tantos cambios por acá, que era otro lugar diferente la ciudad a la que volvía.

Quiso el destino que mi afición conservacionista me hiciera reencontrarme con mi inolvidable amigo el Ing. Vicente Arregui, con el que coincidimos en varios interesantes proyectos con ese tema. Fue por ese tiempo (1990s) que tuvimos que trabajar juntos en su espectacular casa, proyecto genial de nuestro mutuo amigo Mike Aldana y ubicada en medio de… ¡Sí, lo que había sido el bosquecillo de El Profundo, aquel que conocí en mi primera juventud! En medio de añoranzas de mejores tiempos, recorrí gran parte del coto, sus cuerpos de agua, sus zonas arboladas, sus jardines plenos de aromas y ahí, de repente, como un relámpago me vino el recuerdo del otro “profundo”, entonces me dirigí rápido a aquella ala de la propiedad que daba al lado de la Basílica y ¡ahí estaba! La escalera empinada me estaba esperando impaciente, parecía reclamarme: “por qué tardas tanto, que no vez
que no queda mucho tiempo” y ahí me quedé, yo solo durante no sé cuánto rato, mirándola, dejando a mi mente regresar y volver a vivir por un instante, aquellos momentos felices de otras épocas.

Regresamos algunas veces a ese lugar paradisiaco, Vicente vendió la entrañable finca y fue al encuentro de la tarde infame en que afrontó a su destino. Yo nunca volví a encontrarme con la escalera empinada, supimos los dos desde aquella vez que era reencuentro y despedida para siempre, por eso la percibí como si estuviera triste, sumida en sus propias añoranzas.

De aquellas visitas a la casa de Vicente en “El Profundo” quedó como testimonio la foto anexa donde se reunió tanta gente brillante -con excepción mía por supuesto-. Aparecen entre otros: el Dr. Enrique Estrada Faudón, el Arq. Daniel Vázquez Aguilar, el Ing. Luis Manuel Ochoa Altamirano, el Ing. Vicente Arregui, El Dr. Fernando de la Cueva, el Ing. Raúl López, El Ing. Rubén Aguirre, y por supuesto y sentado abajo a la izquierda: un servidor. La foto por supuesto no lo dice todo, por eso se me ocurre comentar su historia… antes de que se me olvide...
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